Los propios Dioses...

Jo. 

Es doloroso describiros a Inanna, la estrella de la tarde o de la mañana según el caso. AKA Afrodita, Venus, Isthar,  y un largo puñado de nombres que ya nadie recuerda... 

Es poesía. 
La muy puñetera es una diosa, claro. Inmortal. Eternamente joven.
Ni siquiera está sujeta a una forma en concreto o a un canon estético determinado.
Hace treinta mil años, su culo probablemente habría vuelto loco de espanto a un ejército de cirujanos plásticos armados con aspiradores industriales de grasa.
Hace treinta mil años, sus tetas se balanceaban como globos aerostáticos en la brisa otoñal y sus caderas tenían su propio conjunto de asteroides atrapados orbitando.
Hace treinta mil años la muy pedorra correteaba desnuda como una ballena de floresta en floresta haciendo babear a todos los cazadores recolectores que se encontraba en su camino con la promesa de algo blandito, enorme y cálido que agarrar en la noche oscura. 

Hace siete mil años se paseaba sin más ropas que su gloriosa luz por los templos donde las prostitutas sagradas ofrecían sus cuerpos, señora del Amor y de la Guerra –imaginad qué tipo de guerra, claro- deleitándose en el denso perfume del éxtasis y haciendo que los sacerdotes y las sacerdotisas aullasen arañando sus pieles en un frenesí orgiástico, entre posturas y prácticas que harían que un director de cine porno contemporáneo se ruborizase como una colegiala.

Pero hoy…, hoy, al entrar en mi obscenamente suntuoso despacho es poesía. No hablo de esos versos lánguidos y cursis de amorcillos y mariposas. Hablo de Lorca, o de Ginsberg. Hablo de sangre y sudor salado. Creo que lleva puesto un cómodo quitón de aire hilado, visible únicamente lo justo para dejar claro que no va completamente desnuda, luciendo una piel que hace que la seda parezca lija del treinta.

Mejor no sigo. Si me pongo a hacer comparaciones para que os hagáis una idea, voy a quedarme muy corto y, probablemente, se va a mosquear conmigo. Las diosas las gastan así.

-¿En qué puedo servirte? –digo.
-Quiero un templo –me contesta.
Maldita sea, su voz parece tener estela y se queda susurrándome al oído unos segundos después de haberse callado. Los pelillos de la nuca se me ponen de punta. Noto unos labios cálidos mordisqueándome el lóbulo de la oreja.

-No necesitas un templo –contesto. –Tienes varios por ahí dispersos-.
-Necesito un templo en condiciones, no esos montones de ruinas que quedan por ahí perdidos en Grecia, Turquía o Irak-.
-¿Qué posibilidades hay de algún milagro,  para convencer a algunos creyentes de que los arreglen un poco? –respondo, un poco por decir algo. De sobra se que la pobre no tiene apenas fieles. Lo cual es una cosa mala, mala para un dios… 

Corren el riesgo de dejar de existir.

Me mira. Por lo común, la mirada de una diosa te hace sentir insignificante. Si las miradas fuesen continentes, no os quepa duda, hablamos de la Antártida. Algo distante, blanco y frío más allá de toda medida. Algo en lo que los vientos catabáticos arrastran cualquier cosa que ose permanecer vertical. No sé cómo, resisto la tentación de postrarme a sus pies. 
Luego su mirada se hace un poco más dulce, más grande. Por primera vez tengo la impresión de que me ve.

-Necesito creyentes –musita al fin. Los ojos brillan con estrellas, enormes. Creo que nunca había visto llorar a una diosa.

Mi trabajo no es un chollo. Veréis: soy psicólogo. Consejero, me dicen a veces. Cómo he llegado a atender en exclusiva a una población compuesta por un buen montón de los dioses y diosas que han acompañado a la Humanidad desde que empezamos a matar antílopes a pedradas, es una historia que quizá cuente en alguna otra ocasión. También podéis pensar, después de escuchar este cuento, que el que de verdad necesita ayuda soy yo.

Hay entre mis clientes dioses tan antiguos que ya no tienen nombre y prácticamente renquean al borde de la mortalidad junto a otros tan recientes como Elvis –sí, amigos y vecinos: Tiene creyentes y templos consagrados. No está muerto. Es un dios inmortal, algo novato, pero dios al fin y al cabo-.


La verdad es que hay dioses a espuertas. Das una patada a una piedra y sale un dios dando grititos pequeños de hormiga. Guapos de morirse algunos, grotescos otros, pieles azules, rostros como de animal, brazos extra. Una fauna parecida a la que, a veces, me encuentro en algunos bares a las seis de la mañana cuando la última copa –siempre la última, caramba qué cosas- me ha caído como una explosión en una granja de cerdos.

Pero es la primera vez que veo llorar a una diosa.

Normalmente, en noviembre, Inanna atraviesa este tipo de crisis. Se le hace un poco cuesta arriba no recibir sacrificios; que haya millones de parejas por el mundo que fornican sin acordarse siquiera de su nombre; que millones de personas suspiren de deseo por Milla Jovovich y Megan Fox, mientras que lo único que le queda a ella son las ruinas de piedra de templos antiguos pisoteados por miles de turistas con niños pequeños que escupen chicles y donde, muy de tarde en tarde, alguien se acuerda de depositar un pequeño ramo de flores.

Que no están mal las flores, pero Inanna es más de vino, y sangre de cordero caliente derramándose sobre las piedras o, quizá, de la rotura del himen en viejas ceremonias. Semen, sangre y sudor. Ella no es muy de flores, canciones y lánguidos poemas (que también, si no hay otra cosa). 

-Por favor, necesito un templo –insiste. Ahora me recuerda más a una niña pequeña. Lo que no hace que me olvide de con quién estoy hablando.

-Entiendo –digo mientras pienso frenéticamente. –Siéntate, por favor, vamos a hablar un poco sobre ello-. Se sienta, cruzando las piernas y yo podría desperdiciar cuatro páginas intentando describir una cosa tan sencilla.

No lo voy  a hacer.

-Inanna… no es un templo. Lo sabes –digo al fin –Cualquier prado podría bastar para tu culto. Cualquier lugar en el que un grupo de creyentes decidiera adorarte sería sagrado. El problema es que casi nadie se cree de verdad que existas-.

-Tú sí crees en mí, ¿verdad? –susurra.
-No necesito creer en ti –respondo, cuando cesan las descargas que recorren mi columna vertebral –te estoy viendo-.

-Tal vez si salgo en televisión… -apunta esperanzada. Tuvo un programa de televisión en los años cincuenta en alguna cadena americana y ha sido musa de los más famosos artistas desde Willendorf, Lascaux y Altamira.

-No, no es eso –le explico –En televisión, en los cuadros, en las películas, las personas no te ven de verdad. Hay truco, maquillaje, focos, un guión. No creerán en ti. Creerán en tu belleza, en tu aspecto… pero tú no moverás sus almas. Los dioses sois como… como… una idea-.

Me callo. De pronto me doy cuenta de que hace mucho tiempo que este mundo no es territorio de Inanna. Hay otros dioses, más fríos, más absurdos, más crueles y ambiciosos que se lo han repartido. 

Ellos sí viven en el alma de sus creyentes, amasándola como arcilla: 

Enurta, Señor de la Guerra sin sentido, sin ir más lejos, mueve millones de euros al año y cientos de miles de personas viven cada día dedicados en cuerpo y alma a su adoración.


Ese otro individuo que viene de oriente medio…Yahvé. El tipo usa tres o cuatro alias, de modo que varios millones de personas se pelean entre sí, afirmando con tremenda fuerza su fe, ignorando que están hablando del mismo sujeto todo el rato.


Seguro que también os suena Lucifer, el portador de la Luz –sí, es un dios. También tiene creyentes, adoradores y templos. Además es uno de los más elegantes y atractivos-. El tío tiene estilo.
Cuando entra en el despacho te imaginas a uno de esos gatos persas de ojos verdes. Y te entran ganas de dar pequeños chillidos, comer queso, mientras te escondes en algún agujero oscuro.

O ese cabroncete novato, que asesinó al pobre Hermes que era el Dios del Comercio y los Ladrones de verdad (he ahí un dios simpático donde los hubo) y ocupó su lugar con la eficacia de HAL 9000.

Ese sí que tiene legión de adoradores.

Seguro que vosotros también lo conocéis: Vista, le llaman (en latín speculāri). El dios del beneficio oculto y la corrupción. El sujeto más frío que conozco.
Si las personalidades fueran lugares, éste sería esa zona perdida y gélida, más allá del cinturón de Kuiper, donde no flota nada y el sol es apenas una estrella más, aislada en una oscuridad sin nombre. 
Es un dios reciente, pero en claro ascenso. Vaya que sí. Es un dios oscuro que lo quiere todo. O que ya lo tiene.

Por si no os habéis fijado, el mundo es un lugar en el que un niño puede ver en televisión, en horario infantil, a alguien agrediendo o asesinando de creativas formas a otro alguien. Con risas en off porque se supone que es divertido. Que puede ver que gente que no produce nada útil, ni ayuda o beneficia a los demás, maneja montones de dinero, vive vidas que los demás sólo pueden soñar.
Donde los juguetes con forma de armas están a la venta en cualquier esquina, pero es complicado encontrar muñecos con pene, vagina o pezones. Donde estar desnudo en una playa, en la piscina o en la calle puede acarrear problemas de una necedad tal que dan miedo.

Si ese niño alcanza a ver dos cuerpos desnudos amándose, habrá voces indignadas prohibiéndolo. El volumen de los gritos será directamente proporcional al grado de sudor y arañazos que tenga esa unión.
Y si dos personas quieren entregarse mutuamente, más les vale hacerlo a escondidas. No os tengo que explicar lo que pasa si, además, son del mismo sexo…

El sexo, que debía ser territorio de Inanna, no es una ofrenda de sangre y sudor, y olor y unión y éxtasis. No es algo sagrado. Es más bien una actividad deportiva o un artículo de comercio. Vista y otros lo han convertido en algo mecánico y sin significado alguno. Como el Aerobic o la estupidez esa del Zumba. Hasta venden complementos deportivos y lo llaman “practicar sexo”, como quien habla de alpinismo o dactilografía.

¿Cómo ayudar entonces a una diosa triste que te mira llorando? ¿Cómo lograr que se le devuelvan las ofrendas que la mantendrán viva a través de los siglos?

¿Cómo hacer para devolver a la Humanidad una idea –divina, sagrada, eterna- que ha perdido? ¿Puede hacerse? ¿Es, como creo, una batalla perdida?

Pienso, durante un rato largo, mientras la Diosa me contempla en silencio. Bueno... intento pensar. Soy un profesional, al fin y al cabo y cobro una barbaridad por mis servicios.



-Inanna –le digo suavemente –tu eres una diosa… ¿Has pensado crear tu propio Universo? -.

No me pidáis que describa su sonrisa.





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